Mito de “Héctor y los leones (nacimiento de Roma)”
En un pueblo pequeño y humilde, lleno de injusticias causadas por el monarca más narcisista de todos los tiempos, Angosto “el sádico”, resaltaba un joven ciudadano con carácter llamado Héctor. Héctor era un muchacho revolucionario, leal, obediente y con suficiente actitud como para luchar por cambiarlo todo.
Un día, ante la caótica situación en la que vivía el pueblo, Héctor decidió enfrentare al rey:
- Angosto, vengo a ponerle fin a todas tus barbaridades y egoísmos.
- ¡Ingenuo niño insensato! No puedes darme órdenes a mí, el monarca más grande y poderoso de todo el universo, con poder de aquí al más grande de los olimpos jamás construidos.
- Será tu egocentrismo el que te lleve a la tumba –dijo Héctor.
Y así fue.
Un otoñal día de septiembre, cuando todo se había teñido de un tono ocre cobrizo, irrumpió en la aldea un rayo de luz del que empezó a descender Júpiter…
- La falta de humildad que inunda el alma del monarca, -dijo el dios- me ha hecho descender a la tierra y venir para buscar al humano capaz de demostrar su honestidad y fuerza…
De la plebe se distinguió Héctor, con cabeza erguida y pecho hinchado, mirando a los ojos a aquel dios.
- Yo seré aquel que luche por mi pueblo.
Allí mismo, Júpiter levantó su mano y con su gesto nació del suelo un coliseo en el cual se realizarían una serie de pruebas.
- Aquel que sea digno de superar mis retos, reinará sobre este pueblo.
Acto seguido, los dos hombres siguieron a Júpiter al interior de aquel mágico edificio. Y él empezó a proponerles una serie de pruebas.
- En primer lugar, en lo alto de esa cumbre habéis de encontrar el mayor de los tesoros.
Héctor y Angosto empezaron a trepar por una colina llena de joyas, diamantes y oro en la que también había una serie de objetos de poco “valor”. Al finalizar la prueba, ambos presentaron lo que habían elegido.
- Yo, Angosto, te ofrezco el diamante más puro y grande de la montaña.
Júpiter lo miró y no dijo nada. Solo señaló y dio paso a Héctor.
- Yo, Héctor, traigo ante tus pies una sonrisa.
Júpiter le miró extrañado y le preguntó:
- ¿Por qué, si la cumbre tenía miles de premios escogiste no traer nada?
- Porque las joyas, mi querido dios, no dan la felicidad, -respondió Héctor.
Júpiter bajó la cabeza con gesto de satisfacción y dio paso a su segunda prueba.
- Corred a vuestras casas y traedme vuestro bien más preciado.
Tras la puesta de sol, volvieron y mostraron sus pertenencias.
- Yo, rey del pueblo, te ofrezco mi corona, la cual tiene miles de joyas y diamantes de un valor incalculable.
- Yo, defensor de lo debido, te ofrezco un martillo.
- ¿Un martillo?, -preguntó Júpiter.
- Sí, me lo dejó mi padre, -respondió Héctor- un humilde y trabajador artesano, que murió al finalizar mi cuna. Para mí tiene más valor que nada en el mundo.
Júpiter bajó de nuevo su cabeza, sonrió y dio paso a la prueba final que le permitiría tomar su decisión.
- Os expondré ante dos leones. Allí tenéis armas y otros objetos. Haced lo que creáis oportuno con ellos.
Después de dos noches, se reunieron al alba siguiente, y cada uno le presentó el resultado de su acción.
- Mi querido dios, yo te traigo una capa confeccionada con la misma piel del león, y su melena forma parte del refuerzo interno, -dijo el rey.
Júpiter, anonadado ante la situación, dirigió su vista hacia Héctor, el cual estaba lleno de magulladuras y arañazos.
- ¿Qué te ha ocurrido, muchacho?
- Júpiter, yo no maté al león, lo cuidé y lo liberé allí donde él pudiera reinar.
Júpiter, conmovido ante el alma pura del chico, convirtió allí mismo a Angosto en arena, de forma que lo obligó a soportar ser pisoteado por todo aquel que entrase en aquel coliseo. Héctor fue proclamado rey del pueblo. A su muerte, le esculpieron una estatua, acompañado de un león y en una inscripción labrada por los aldeanos escribieron los principales valores del monarca Héctor y que dieron nombre a la nueva ciudad.
Revolución
Obediencia
Majestuosidad
Actitud
Sara Sandoval Aguilera
Extintores co2 2 kg
Extintor 6 kg abc