Ya había anochecido, serían sobre las diez o diez y media de la noche. Ella intentaba abrir la puerta de su casa rápidamente, porque estaba empezando a llover. Al fin consiguió abrir, se preparó un café con leche, puso la música y empezó a leer la revista que había comprado en el quiosco de la esquina. Lo que hacía normalmente al llegar de trabajar. Pero lo que Laura no sabía es que ese día no era como otro cualquiera. De repente se abrió la ventana, y una corriente de aire frío recorrió toda la casa. Cuando se levantó a cerrarla, estaba allí, cubierto por una máscara. Aquel hombre se abalanzó sobre ella y la mató. Ya era la cuarta víctima en menos de dos semanas. Esta noticia sembró el pánico en la pequeña ciudad. La gente no salía a la calle, y las mujeres se empezaron a teñir el pelo, porque todas las víctimas tenían las mismas características: morenas, pelo largo y ojos oscuros, a todas les ponía una bolsa en la cabeza, quizás para no sentirse tan culpable y les apuñalaba tres veces en el pecho. Pero entre todo el caos hubo una chica que cambió su color de pelo por el negro.
Y así fue como el famoso asesino llegó a ella. Antes de matarla le contó los detalles de cómo había matado a todas las demás, y como las había espiado día tras día hasta que llegaba el momento final. Con toda su sangre fría le explicó que las había matado porque todas ellas tenían un cierto parecido a su exnovia a la que guardaba un gran rencor porque meses atrás lo había abandonado.
Al día siguiente apareció un nuevo cadáver, pero esta vez era él, el asesino, con un tiro en la cabeza.
Cuento esta historia desde el calabazo, esperando a que me juzguen, porque aquella valiente chica era yo, la hermana de Laura, una de las chicas muertas. Iré a la cárcel, lo sé, pero nunca me arrepentiré de lo que he hecho.
Eva Andrés Rodríguez, 3º ESO.